miércoles, 15 de agosto de 2007

Capítulo I, parte 3: Grados

Entrar a la escuela elemental es uno de los horrores traumáticos más grandes por los que tiene que pasar un ser humano.

Con cada paso sentía que perdía mi intimidad en una serie de preestablecidos que no tenían nada que ver conmigo.
¿Cómo pretenden enseñarle a vivir a uno en un lugar tan horriblemente parecido a una prisión? La libertad no existe, en ninguna parte, no mientras exista alguien más.

Recuerdo mi primer día de clases: las medias desiguales, los zapatos al revés, (grandes, para que me duraran unos años).

Bajo un engaño, mami me soltó la mano y desapareció. Al principio me asusté un poco, ¿tan fácil me había deshecho de aquella mujer? Al principio pensé que me había abandonado, pero no tenía esa suerte.


En la escuela tuve que pasar por ese ritual que permanece idéntico a través de los años. Me pararon frente al salón de clases, con la excusa de conocerme, para que todo el mundo me mirara como si se tratase de un espécimen. Recuerdo haber tomado conciencia de mi pequeño cuerpo.

Había un niño gordísimo que olía a vinagre sentado justo al centro del salón. El olor que despedía mantenía a las cucarachas alejadas y a mi estómago revuelto. En el primer asiento desde el pupitre de la maestra había una niña; tenía unos magníficos ojos azules, la piel blanca con pecas en las mejillas y el pelo lacio y negro, muy parecido al ataúd de mi abuelo, tan brilloso. El salón de clases era gris, lleno de miradas que esperaban mi nombre con ansiedad pálida.

“Alondra” dije en voz baja.
Aquella niña de aspecto angelical fue la primera en aventarme el libro más pesado que tenía en su mochila, exigía volumen. Los demás niños que a mí me parecían cientos de almas innecesarias, comenzaron un coro de risas y burlas. Poco a poco el pecho se me empezó a apretar, el aire que salía de mi boca se sentía cada vez más caliente. Aquel golpe pulcro en la cabeza me hizo derramar una gota perfecta de sangre dibujada desde mi ceja. La maestra que me había preguntado el nombre estaba mirando sus papeles, y aunque mandaba a callar al estudiantado, nunca le importó lo que estaba pasando. Volví a repetirme: “Alondra”, vi caer aquella gota de sangre en el piso, la maestra por fin me miró, yo miré a la niña de los ojos azules, la cabeza me daba vueltas, me quedaba sin fuerzas, todo se volvió blanco.


Cuando me levanté, una vieja me estaba limpiando la herida de la frente con yodo, tendría aquella mancha marrón por una semana entera, y con ella la burla de todos mis compañeros de clases.
Me gustaba que mis lápices estuvieran bien afilados siempre.

Aquella niña de los ojos azules tenía una tendencia peligrosa a retarme, mi paciencia no era coherente, más bien meditativa.
Una tarde de recreo me invitó a jugar, ella y sus dos mejores amigas. Eran los seres más horribles que yo había visto. Parecía que los dientes les crecían en todas partes menos en las encías. A ellas les gustaba ir a la parte de atrás de la escuela a “atrapar mariposas”.
Agarraban aquellos gusanos con alas y les quitaban el polvo que tenían encima, eso las mataba al poco tiempo, luego las apuñalaban con una hebilla y se las ponían en el pelo.
Nuestra amistad era incómoda e hipócrita, tendía a terminar en el robo constante de mariposas muertas y en golpes.
Un viernes “field day” fui yo quien invitó a la niña de los ojos azules a buscar mariposas a la parte de atrás de la escuela, sus dos amigas estaban ocupadas en los juegos del día, aquella oportunidad no se daría mejor en ningún otro momento.
Este día era especial, había mariposas en todas partes. El pelo de la niña de ojos azules estaba perfectamente hilado y el sol se reflejaba constantemente en él. En un bolsillo había traído mi lápiz más filoso, y en un descuido musical, puse todas las mariposas que había atrapado en la boca de aquella niña, atragantada, poco a poco se quedaba sin aire. Bajo la luz del sol, su piel parecía encenderme, y el color de su sangre era el rojo más brillante que hasta entonces vi en cualquier gato.
No fue fácil mantener la quietud contemplativa que requería aquel juego.

Era tan hermosa.

Subí a su cabeza para llevarme sus ojos, en ese intervalo llegó una conserje y me interrumpió, al verla horrorizada, comprendí que muchos no entenderían. Aquella mujer se fue sin capacidad del habla. Me di cuenta que mi camisa se había manchado con sangre. Nunca había dejado que se derramara.
La sangre fuera del cuerpo se enfría, se coagula, se pone demasiado oscura.

La velocidad de mi respiración se vio alterada. Me acosté al lado de aquella niña,
por primera vez le agarré la mano a alguien.

1 comentario:

Samuel Medina dijo...

Este ha sido uno de mis favoritos. Sigue adelante con las punzadas de tinta, que queda mucho más cuerpo por traspasar.