martes, 9 de octubre de 2007

Capítulo III, parte 2: Tratamiento

Este mundo tiene una obsesión con un control que saben que no tienen; que no tiene que ver con camisas de fuerza, pastillitas de colores o enfermeras sin tacto.
La luz fluorescente del techo parpadeó por tercera vez. Yo estaba mareada, con náuseas; abrí los ojos, el cuarto me daba vueltas: (gris, blanco, gris, blanco...)
Sentía mi cuerpo pesado, una mezcla de olores que incluía mi propia saliva seca, sangre y rastros de alcohol.
No me podía mover, no podía hablar. Cerré los ojos y sentí como también dentro de mí todo daba vueltas. Escuché el eco de pasos cortos que se acercaban a una puerta acompañado de una especie de caretilla que, a falta de ser aceitada, gritaba enmohecida. Para mis oídos, eran miles de puñaladas que en cierto compás se metía dentro de mi cabeza a exprimir mi cerebro.
Cuando por fin se abrió la puerta, aquella tortura auditiva se amplificó.
Arrugué mi cara, y la persona se detuvo al darse cuenta.
Escuché como nerviosa se ponía los guantes y como el polvo dentro de estos se expandía; escuché el metal chocando con metal, el plástico estirándose, el líquido separándose de las burbujas, el golpe seco a los frascos de cristal, dedos arrastrándose por mi piel como si no fuera mía. Abrí los ojos a media luna y la vi, era una mujer gorda con el pelo recogido color rojo oscuro, tenía espejuelos grandes con bifocales en la parte inferior (como abuela) con un marco dorado que en las esquinas estaba medio verde. Los ojos profundos, negros. Un sombrerito y una especie chaqueta ancha blanca sumamente almidonada y unos pantalones verdes.
Ella me miró por un segundo y luego me quitó la vista: "duerme".
Cerré mis ojos, no por obediencia, sino porque no podía hacer otra cosa.
Cuando me volví a despertar, mi madre estaba al lado mío, estaba en el mismo cuarto pero ya no me sentía mareada, mi cuerpo seguía pesado y entumecido.
Se levantó, tres pasos hacía donde mí, y me dio un puño en el estómago: " ¿tu quieres que me metan presa?" me quedaba sin aire pero no podía responder, "me voy del país, te quedas en esta mierda de lugar". Se dio la vuelta y salió por la puerta.
Yo estaba relajada, y hasta un poco feliz con la idea de que no volvería a ver a mi madre, que total casi no estaba.
El cuarto regresó a ser silencio y pasos lejanos. (Ocho años desde ayer)
Estaba amarrada a aquella cama con tiras verdes, las manos, los pies y el torso.
Mi cabeza descansaba sobre una almohada flácida. con cada intento de movimiento, el peso de la venda en mi cabeza me hacía conciente del golpe que dormía adentro, me latía.
El techo tenía ampollitas y dos tubos de neón blanco-azul cuadriculados por un plástico que en partes era marrón. Dos ventanas a mi izquierda violentadas por barrotes, una mesita a mi derecha y la puerta de frente, gris, con una ventanita de cristal.
Todavía no sentía el cuerpo completamente, aunque con el tiempo se iba acentuando el golpe que me dio mi madre en el estómago.
Me entraba el sueño y con él, vi que por la rendija de la puerta entraban millones de hormigas negras. Abrazando el piso y las paredes, se acercaban hacia mi cama; las miré pasiva e inmóvil, no había otra. Taparon la poca luz que entraba por las ventanas, empezaron a subirme por los pies, debajo de las sábanas, parecía un terremoto.
Me arroparon las manos, algunas con tanta dificultad que se caían.
Ninguna se trepaba sobre la otra, todas se acomodaban en cierta forma y cubrían perfectamente el cuerpo. Se subieron por mi cuello, dentro de mis orejas y por mi nariz.
Trataron de penetrar mis párpados y mi boca cerrada; subieron al roto que tenía en la cabeza y empezaron a picarlo.
Hasta ahí el silencio, grité.
Al abrir mis ojos todo se había ido, todo excepto una hormiguita que viajaba sola por mi dedo índice de la mano derecha. La apreté entre mis dedos con pasión.
Entonces, entró un viejo, uno de esos que lleva siempre una sonrisa. Estaba acompañado de aquella mujer que había visto antes.
"Alondra, buenos días" miré hacía donde estaban mis ventanas, seguro eran casi las 4 de la tarde. Él miró su reloj.
"¿Cómo te sientes, hija?",
"¿Quién eres?" le dije.
"Soy tu doctor, yo te voy a cuidar. Sólo vas a estar aquí por tres semanas, luego te sentirás mejor."
La enfermera que lo acompañaba se acercó y sacó una aguja.
"¿Y qué es eso?" le dije ansiosa.
"Medicina, necesitas descansar." Al poco rato, me sentí caer por un abismo, al fondo, un cementerio de mariposas y hormigas.