miércoles, 2 de enero de 2008

Capitulo III, parte 3: Alucinógenos

Poco tiempo se tornó en tres meses, inconsciente siempre como en un sueño de dolores y entumecimientos de cuerpo. Los pocos momentos de lucidez eran para alimentarme como a los seres humanos, sentada por la boca y con cubiertos, de lo contrario era otra porción de aquella "medicina" que me mantenía en un estado de moretones.

Cuando por fin me levanté, menos pesada que siempre pregunté cuánto tiempo había pasado. Para mí, menos de una semana (si unía los momentos en que podía contar) "tres meses", ¿no se supone que me vaya? habían dicho tres semanas. Las nubecitas de los ojos poco a poco se enfocaban, era gorda negra y como los demás, vestía de blanco, a penas le servía aquella bata. Estaba sentada en una silla de oficina con rueditas en el piso, chillaba más de lo usual por tratar de sostener aquel peso. “Necesitabas descansar” Al menos no tenía tiras que anquilosaran mi cuerpo. “¿No me puedo levantar?”, “Todo a su tiempo, Alondra” La señora sonrió.

Días siguientes me sentaron en una silla de ruedas a “dar un paseo” por aquel hospital. La medicina me la daban en forma de pastillitas color rojo de un tiempo en adelante, la dejaban sobre mi mesita de noche con la confianza de que me la tomaría. Yo las trituraba y se las daba a las hormigas.

El hospital era una mierda de sitio, mamá tenía razón. Las gordas se turnaban en pasearme por aquel lugar espantoso lleno de gente loca. La gorda pelirroja y la negra. Había una sala llena de distracciones tal cómo un enorme e inalcanzable televisor, rejas en todas las ventanas, demasiados focos de luz, lozas limpias, pasillos, más portones, puertas, enfermeras gordas de todos los colores, muebles pesados, sillas de ruedas. Cada dos semanas me recortaban el pelo. Siempre hasta la barbilla, era el mismo paje que tenía mi abuela, pero mi pelo es lacio y castaño, el de ella era gris.

A final del año me cambiaron de cuarto, uno compartido con otra niña.

Beatriz tenía once años (yo iba a cumplir nueve en unos cuantos días). Se pasaba gritando por las noches, llorando, no decía nada coherente, sólo gritaba y de una, se arrancaba los pelos de la cabeza. Las primeras noches se me hacía imposible dormir, después creo que me acostumbré, dejé de escucharla.

Una mañana me levanté y estaba entada al borde de mi cama, mirándome. Me di cuenta que tenía los ojos color oliva, un verde sucio muy oscuro, el pelo (lo que quedaba de él) eran mechones rojos, rizos y tenía la cara llena de pecas, me miraba seria.

-Alondra, ¿verdad?

-Ajam…

-Es que por las noches me da migraña y lo veo a él. Soy mayor que tú ¿verdad?

-Sí, pero creo que todavía no eres más alta. ¿Quién es él?

-No te puedo decir. Tienes el pelo bien bonito.

-A mi me gusta más el tuyo, si te lo dejaras crecer, parecen arañazos de gato.

Se sentó en el borde de mi cama.

-¿Porqué estas aquí?

-No sé.

-¿A veces te sabe la boca a sangre?

-Si. La siento bajando por mi nariz, pero después no pasa nada.

-¿Sabes leer?

-Bastante.

-Yo leo mucho y muy rápido.

-¿Vas a seguir gritando por las noches?

-Necesito las pastillas.

- ¿y si te guardo las mías? no las uso, ni me gustan.

Sonrió.

Las noches seguidas a aquella conversación me jalaba la sábana y me pedía las dichosas pastillitas. Las hormigas adictas ya a “qué se yo qué” me lo resintieron. Beatriz dormía rozándose los pies como ritual hasta abandonar movimiento alguno.

-¿Quieres ir a la salita?, afuera hay libros.

A cierta hora de la mañana nos dejaban la puerta abierta y todos los pasillos llegaban al mismo sitio. Nos hicieron escoger entre clases de costura, pintura y lectura en grupo, esta última para quieres pudiesen por supuesto. Se organizó un tipo de biblioteca, el acceso a los libros era restringido y sólo para los que hubieran tomado los talleres en grupo.

-Vamos.

Beatriz era mi única amiga.

Entró el doctor al cuarto.

Todas las semanas leíamos un libro nuevo, y los días que lo terminábamos jugábamos en el cuarto. Ninguna de las dos conocía más sobre su cuerpo que lo violentado a ella por “él” y a mí por primero mi padrastro y luego todo el mundo. Cada semana tomábamos posesión de lo que todo el mundo había tomado como suyo. Primero, el roce de su codo sobre el mío en una lectura, mi aliento en su cuello, su boca mordiendo mi oreja, en nuestro cuarto pasaban cosas de las que no hablamos porque no había de qué hablar. Queríamos probar a qué sabía el agua del cuerpo, yo la de ella, ella la mía, justo cuando sucedía que en mi boca la sal y la azúcar parecían compartir porciones perfectas el doctor abrió la puerta.

Recuerdo haberla escuchado llorar por última vez. Claro que no la volví a ver. Nunca entendí el juicio por el que estábamos sujetas, nunca hasta ahora. Ni siquiera por un momento nuestro cuerpo nos pertenecía.

Dos semanas de silencio. Por fin salí de aquel lugar.

martes, 9 de octubre de 2007

Capítulo III, parte 2: Tratamiento

Este mundo tiene una obsesión con un control que saben que no tienen; que no tiene que ver con camisas de fuerza, pastillitas de colores o enfermeras sin tacto.
La luz fluorescente del techo parpadeó por tercera vez. Yo estaba mareada, con náuseas; abrí los ojos, el cuarto me daba vueltas: (gris, blanco, gris, blanco...)
Sentía mi cuerpo pesado, una mezcla de olores que incluía mi propia saliva seca, sangre y rastros de alcohol.
No me podía mover, no podía hablar. Cerré los ojos y sentí como también dentro de mí todo daba vueltas. Escuché el eco de pasos cortos que se acercaban a una puerta acompañado de una especie de caretilla que, a falta de ser aceitada, gritaba enmohecida. Para mis oídos, eran miles de puñaladas que en cierto compás se metía dentro de mi cabeza a exprimir mi cerebro.
Cuando por fin se abrió la puerta, aquella tortura auditiva se amplificó.
Arrugué mi cara, y la persona se detuvo al darse cuenta.
Escuché como nerviosa se ponía los guantes y como el polvo dentro de estos se expandía; escuché el metal chocando con metal, el plástico estirándose, el líquido separándose de las burbujas, el golpe seco a los frascos de cristal, dedos arrastrándose por mi piel como si no fuera mía. Abrí los ojos a media luna y la vi, era una mujer gorda con el pelo recogido color rojo oscuro, tenía espejuelos grandes con bifocales en la parte inferior (como abuela) con un marco dorado que en las esquinas estaba medio verde. Los ojos profundos, negros. Un sombrerito y una especie chaqueta ancha blanca sumamente almidonada y unos pantalones verdes.
Ella me miró por un segundo y luego me quitó la vista: "duerme".
Cerré mis ojos, no por obediencia, sino porque no podía hacer otra cosa.
Cuando me volví a despertar, mi madre estaba al lado mío, estaba en el mismo cuarto pero ya no me sentía mareada, mi cuerpo seguía pesado y entumecido.
Se levantó, tres pasos hacía donde mí, y me dio un puño en el estómago: " ¿tu quieres que me metan presa?" me quedaba sin aire pero no podía responder, "me voy del país, te quedas en esta mierda de lugar". Se dio la vuelta y salió por la puerta.
Yo estaba relajada, y hasta un poco feliz con la idea de que no volvería a ver a mi madre, que total casi no estaba.
El cuarto regresó a ser silencio y pasos lejanos. (Ocho años desde ayer)
Estaba amarrada a aquella cama con tiras verdes, las manos, los pies y el torso.
Mi cabeza descansaba sobre una almohada flácida. con cada intento de movimiento, el peso de la venda en mi cabeza me hacía conciente del golpe que dormía adentro, me latía.
El techo tenía ampollitas y dos tubos de neón blanco-azul cuadriculados por un plástico que en partes era marrón. Dos ventanas a mi izquierda violentadas por barrotes, una mesita a mi derecha y la puerta de frente, gris, con una ventanita de cristal.
Todavía no sentía el cuerpo completamente, aunque con el tiempo se iba acentuando el golpe que me dio mi madre en el estómago.
Me entraba el sueño y con él, vi que por la rendija de la puerta entraban millones de hormigas negras. Abrazando el piso y las paredes, se acercaban hacia mi cama; las miré pasiva e inmóvil, no había otra. Taparon la poca luz que entraba por las ventanas, empezaron a subirme por los pies, debajo de las sábanas, parecía un terremoto.
Me arroparon las manos, algunas con tanta dificultad que se caían.
Ninguna se trepaba sobre la otra, todas se acomodaban en cierta forma y cubrían perfectamente el cuerpo. Se subieron por mi cuello, dentro de mis orejas y por mi nariz.
Trataron de penetrar mis párpados y mi boca cerrada; subieron al roto que tenía en la cabeza y empezaron a picarlo.
Hasta ahí el silencio, grité.
Al abrir mis ojos todo se había ido, todo excepto una hormiguita que viajaba sola por mi dedo índice de la mano derecha. La apreté entre mis dedos con pasión.
Entonces, entró un viejo, uno de esos que lleva siempre una sonrisa. Estaba acompañado de aquella mujer que había visto antes.
"Alondra, buenos días" miré hacía donde estaban mis ventanas, seguro eran casi las 4 de la tarde. Él miró su reloj.
"¿Cómo te sientes, hija?",
"¿Quién eres?" le dije.
"Soy tu doctor, yo te voy a cuidar. Sólo vas a estar aquí por tres semanas, luego te sentirás mejor."
La enfermera que lo acompañaba se acercó y sacó una aguja.
"¿Y qué es eso?" le dije ansiosa.
"Medicina, necesitas descansar." Al poco rato, me sentí caer por un abismo, al fondo, un cementerio de mariposas y hormigas.

jueves, 23 de agosto de 2007

Capítulo III, Instituto de corrección mental

Las leyes del funcionamiento psicológico siguen siendo un misterio para el hombre; todas sus teorías son erradas. Aquella mujer tendría sus cincuenta años, los diplomas se suspendían en la pared a sus espaldas y rara vez dejaba descansar la sonrisa. Cuando me vio entrar pude notar que había ensayado aquel saludo una eternidad; luego se quedó mirándome en silencio por cinco segundos.
Entre aquella sonrisa falsa percibí un fuerte olor a miedo (las pausas a veces son delatadoras).
El miedo huele a chavito, a cobre sucio. -¿Alondra Girondo? -Sí -Mucho gusto, ¿te gustaría hablar? -No. -Bueno, entonces dime tu edad. Tensé mi ceño e incliné la cabeza hacia la derecha. Por supuesto que no me sorprendió que se planteara la contradicción de que, aunque ya le había dicho que no quería hablar, ésta insistiera con una tangente. Le dije; -Usted sabe, ya sabe todo, igual que mi nombre. Aquella mujer se inquietó, le tembló la mirada sobre mi expediente; -¡Tienes razón!, ocho años desde ayer, perdón.


A mi nadie me ha tratado como una niña, sin concesiones o atenciones especiales, eso lo supe agradecer; siempre esperé el golpe, el silencio y la soledad estricta.

Esta mujer se ponía nerviosa y apretaba los ojos, repetía el gesto unas cinco veces. Mi mirada no se perturbó ni un solo segundo, trataba de penetrarle los ojos, de descubrirla. Era una mujer falsa que se escondía tras un título del cual ni ella misma estaba segura.


Se puso de pies, me preguntó si estaba cómoda:

-¿estás cómoda?, ¿Quieres sentarte en aquel colchón?

Al que miré con horror;

-No.

-¿Te gusta jugar?...

Pensé que estaba siendo irónica, seguro conocía la historia de las mariposas, pero no, había cometido un error.

Le regalé una sonrisa. Sus ojos se abrieron, se dio cuenta que había metido la pata,
entonces le dije:

-¿Usted quiere jugar?

Abrió su gaveta izquierda, de allí sacó una de esas paletas redondas y planas, color roja.

-¿Quieres?

La miré sin moverme. Entonces le agarré la mano;

-Usted, ¿quiere jugar?

Retiró su brazo escurridizo. El viento sonó entre sus dedos.
Entonces, nerviosa, con el golpe que le daba a sus párpados, comenzó a hablar dando vueltas por su oficina.
-¿Sabes lo que se hace con niñas cómo tú en este país?, deberías estar presa en una correccional, allí se enderezan las faltas de respeto, eres muy arrogante para ser tan pequeña. (¿Acaso la arrogancia se gana con la edad?)
Para ese entonces, palabras como arrogancia eran un misterio para mí. Aunque recuerdo la incomodidad que me hacía sentir el que me tuvieran enclaustrada escuchando una persona tan amargada y asustada a la vez. La falsedad no me hacía ningún tipo de sentido.
-No la entiendo.
Entonces se me pegó a la cara a gritarme. Terminó agarrándome de un brazo, jamaqueándome en la silla. Mi cara sostenía la expresión fruncida de mi ceño, comenzó a entumecerse, a recordarme el dolor entre las piernas que me provocaba mi padrastro cuando metía su carne dentro de mí y sentía cómo mis caderas se expandían, cuando sentía, al principio.
La sangre se le subió a los cachetes, y decidí que todo debería terminar.
Alcé mis brazos, la abracé por el cuello, y le mordí la cara.
Aquella mejilla hinchada de sangre se explotó en mi boca. Me dio tanto asco al principio. La piel era finita y arrugada. No la solté.
Comencé a masticarle mientras gritaba y me daba de golpes. Me entraron unas náuseas horribles, pero no la dejé ir, mejor que gritara y dejara de hablar tanta mierda.
Alcanzó una figura de un unicornio de porcelana que tenía sobre su escritorio y me golpeó en la cabeza, sólo entonces la solté, me empecé a marear cuando le vi la cara, luego todo se hizo blanco.

Cuando me levanté, no me podía mover, ni hablar. La visión se me nublaba y lo que alcanzaba a ver era una bombilla blanca en el techo.

jueves, 16 de agosto de 2007

Capítulo II: Momento de defunción

Sus ojos eran rojos, rojos a simple vista.

Decía que tenía algún tipo de condición; sí, él estaba condicionado a su propia muerte. Su boca tenía olor a fruta podrida y el enganche de sus dientes falsos se podía ver por las esquinas de sus labios. Mami lo excusaba con que era amor. Mentira, siempre.

Estaba atrapada en un juego que no había consentido. Pronto era él quien me llevaba a la escuela, él quien me cuidaba en las tardes, quien me exigía faldas sin pantalones, “conversaciones” largas, cosquillas a la fuerza, secretos, susurros.

¿A quién le iba a decir que en las noches llegaba un cobarde a ocultarse entre mis piernas?

Mi madre estaba enamorada, ciega.

Mi abuela estaba contenta de que su cría no resultara “jamona”, solterona y libertina, sino esclava ordinaria de un hombre, un sólo hombre, como debía ser.

Tantas veces me escapé, nunca me siguió el cuerpo. Ahí me di cuenta de que no existía.

No había forma de saber el momento exacto de su muerte.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Capítulo I, parte 3: Grados

Entrar a la escuela elemental es uno de los horrores traumáticos más grandes por los que tiene que pasar un ser humano.

Con cada paso sentía que perdía mi intimidad en una serie de preestablecidos que no tenían nada que ver conmigo.
¿Cómo pretenden enseñarle a vivir a uno en un lugar tan horriblemente parecido a una prisión? La libertad no existe, en ninguna parte, no mientras exista alguien más.

Recuerdo mi primer día de clases: las medias desiguales, los zapatos al revés, (grandes, para que me duraran unos años).

Bajo un engaño, mami me soltó la mano y desapareció. Al principio me asusté un poco, ¿tan fácil me había deshecho de aquella mujer? Al principio pensé que me había abandonado, pero no tenía esa suerte.


En la escuela tuve que pasar por ese ritual que permanece idéntico a través de los años. Me pararon frente al salón de clases, con la excusa de conocerme, para que todo el mundo me mirara como si se tratase de un espécimen. Recuerdo haber tomado conciencia de mi pequeño cuerpo.

Había un niño gordísimo que olía a vinagre sentado justo al centro del salón. El olor que despedía mantenía a las cucarachas alejadas y a mi estómago revuelto. En el primer asiento desde el pupitre de la maestra había una niña; tenía unos magníficos ojos azules, la piel blanca con pecas en las mejillas y el pelo lacio y negro, muy parecido al ataúd de mi abuelo, tan brilloso. El salón de clases era gris, lleno de miradas que esperaban mi nombre con ansiedad pálida.

“Alondra” dije en voz baja.
Aquella niña de aspecto angelical fue la primera en aventarme el libro más pesado que tenía en su mochila, exigía volumen. Los demás niños que a mí me parecían cientos de almas innecesarias, comenzaron un coro de risas y burlas. Poco a poco el pecho se me empezó a apretar, el aire que salía de mi boca se sentía cada vez más caliente. Aquel golpe pulcro en la cabeza me hizo derramar una gota perfecta de sangre dibujada desde mi ceja. La maestra que me había preguntado el nombre estaba mirando sus papeles, y aunque mandaba a callar al estudiantado, nunca le importó lo que estaba pasando. Volví a repetirme: “Alondra”, vi caer aquella gota de sangre en el piso, la maestra por fin me miró, yo miré a la niña de los ojos azules, la cabeza me daba vueltas, me quedaba sin fuerzas, todo se volvió blanco.


Cuando me levanté, una vieja me estaba limpiando la herida de la frente con yodo, tendría aquella mancha marrón por una semana entera, y con ella la burla de todos mis compañeros de clases.
Me gustaba que mis lápices estuvieran bien afilados siempre.

Aquella niña de los ojos azules tenía una tendencia peligrosa a retarme, mi paciencia no era coherente, más bien meditativa.
Una tarde de recreo me invitó a jugar, ella y sus dos mejores amigas. Eran los seres más horribles que yo había visto. Parecía que los dientes les crecían en todas partes menos en las encías. A ellas les gustaba ir a la parte de atrás de la escuela a “atrapar mariposas”.
Agarraban aquellos gusanos con alas y les quitaban el polvo que tenían encima, eso las mataba al poco tiempo, luego las apuñalaban con una hebilla y se las ponían en el pelo.
Nuestra amistad era incómoda e hipócrita, tendía a terminar en el robo constante de mariposas muertas y en golpes.
Un viernes “field day” fui yo quien invitó a la niña de los ojos azules a buscar mariposas a la parte de atrás de la escuela, sus dos amigas estaban ocupadas en los juegos del día, aquella oportunidad no se daría mejor en ningún otro momento.
Este día era especial, había mariposas en todas partes. El pelo de la niña de ojos azules estaba perfectamente hilado y el sol se reflejaba constantemente en él. En un bolsillo había traído mi lápiz más filoso, y en un descuido musical, puse todas las mariposas que había atrapado en la boca de aquella niña, atragantada, poco a poco se quedaba sin aire. Bajo la luz del sol, su piel parecía encenderme, y el color de su sangre era el rojo más brillante que hasta entonces vi en cualquier gato.
No fue fácil mantener la quietud contemplativa que requería aquel juego.

Era tan hermosa.

Subí a su cabeza para llevarme sus ojos, en ese intervalo llegó una conserje y me interrumpió, al verla horrorizada, comprendí que muchos no entenderían. Aquella mujer se fue sin capacidad del habla. Me di cuenta que mi camisa se había manchado con sangre. Nunca había dejado que se derramara.
La sangre fuera del cuerpo se enfría, se coagula, se pone demasiado oscura.

La velocidad de mi respiración se vio alterada. Me acosté al lado de aquella niña,
por primera vez le agarré la mano a alguien.

lunes, 13 de agosto de 2007

Capítulo I, parte 2: Caminar

A los niños que no les prestan mucha atención, resuelven en caminar más temprano que otros.

Hacerlo me daba cierta libertad. Me orinaba en el piso de la sala a ver si alguien se daba cuenta. Me restregaba los mocos en la ropa de mis padres. Les pinté los zapatos con crayón. En múltiples ocasiones usé el maquillaje de mi madre para ponérmelo en todo el cuerpo. Me bañé con pudín y otros alimentos que encontraba en la nevera y nada, era como si no existiese.

Mi padre intentó vivir con mami luego que nací; duró unos tres meses, más tarde se fue con otra mujer ( y otra, y otra). A mami nunca le conmovió su partida, ni una sola vez la vi compungida, quizás todo lo contrario. Ella empezó a dejarme en casa de abuela mientras “salía a trabajar”.
Allí me enfermé de unas rabietas que no me quitaba nadie.
Aprendí a ser resentida, a no confiar, aprendí a odiar a mi madre con la misma intensidad con la que abrí gatos con cuchillos de cocina sin derramar ni una gota de sangre en el piso.
El silencio me enseñó a comer del árbol de mango con gusanos, a ponerle cucarachas en la sopa a mi abuela. Ella luego me enseñó a recibir golpes con el placer de caricias y a provocarle infartos a mi abuelo.
Mami siempre llegaba del trabajo con olor a humo y alcohol. Tambaleante y llorosa, me culpaba de la miseria del mundo, me golpeaba con su mano pequeña e inestable hasta quedarse dormida.

No comencé a hablar hasta los 7 años,
mi primera maestra me preguntó el nombre.

Capítulo I: Nacer

Siempre he dicho que una nace sola.
Distinto a la muerte, el nacimiento es una de las cosas más dolorosas, vértice, sin duda, de lo que será el resto de la vida.
No soy escritora, no procuro serlo, mucho menos quiero que quienes lean esto piensen que soy una figura romántica quejona. Mis palabras son el cúmulo desbordado que hace tanto me hacía falta soltar.
Regreso al nacimiento.
Mami me contó que cuando estaba pariendo, fuera de su voluntad le salió un rastro de mierda. Ella se vino a dar cuenta cuando la estaban limpiando. Me dice luego mi padre que no dejaba de maldecirme hasta dentro de sus entrañas, que inclusive, le maldijo a él una y otra vez el haberse venido adentro. Ya era muy tarde para ese tipo de reproches. Mis amigos insisten que este tipo de historias no se les hacen a una niña de 10 años, pero la verdad no entiendo cuál es el problema, fue lo que pasó. Hasta cierto punto agradezco esa sinceridad, aunque quizás por otra parte me hubiera gustado tener una imagen más angelical de mi nacimiento.
Luego cuando se dio cuenta de que no era varón (como ella quería), se sumergió en el más profundo de los llantos. Dice mi padre que no me quiso ver hasta después de una semana, cuando me iban a registrar nombre; mi madre me miró a los ojos, miró a mi padre y luego comenzó a vomitar. Mi padre decidió ponerme como mi abuela, Alondra. No me puso segundo nombre por eso de ser económico, yo digo que fue falta de creatividad. Mami vino a salir del hospital bien tarde. Estuvo casi todo un mes bien deprimida y “enpepá” en Xanax y cuanta mierda encontraba. Mi padre mil veces trató de hacer las paces entre ella y yo. Un día, luego de dejarme al lado de su camilla por cinco minutos, la encontró tratando de tirarme por la ventana. A estas alturas se excusa diciendo que estaba cansada de escucharme llorar, yo la entiendo completamente. Siempre le pregunté porqué no me abortó, me dijo que tenía miedo, que ya había tenido un aborto. Nunca me lactó, le daba asco.